Por Paula Ojeda
Todo empezó por una solicitud de amistad en Facebook. Quien la recibió, no era una chica cualquiera. Y ese minúsculo gesto hizo que menos de 48 horas después una celda del exComcar ardiera con ocho jóvenes presos adentro. Dos murieron en el acto, otros cuatro fallecieron unos días más tarde. Únicamente dos hombres lograron salvarse del infierno para contar lo que les había pasado.
Todos vivían en la celda 49 del sector B izquierdo del exComcar. Es una zona de “mediana seguridad”, sin embargo los presos la llaman “el cante” por sus malas condiciones. La de ellos era una pequeña celda para seis personas, pero vivían ocho. Y hasta hacía unas pocas semanas habían sido diez. Compartían cuarto, una especie de comedor que habían acondicionado para cocinar y un baño. Muchas veces no tenían luz ni agua.
No tenían camas, pero como entre ellos se llevaban bien, los ocho presos se rotaban para dormir en los colchones o colgados del techo, en una especie de hamaca paraguaya que fabricaban con ropa. Para hacer lugar durante el día, colgaban los colchones del techo con cuerdas para que no molestaran. Así, con estos trucos, habían armado una especie de rutina en la que convivían con bastante armonía. Uno de ellos le había dicho a su esposa que se llevaban bien porque “ninguno tenía maldad”.
La monotonía, no obstante, los acechaba. Los días eran todos iguales. Aunque no eran delincuentes peligrosos, los alojados en ese sector no tenían acceso al patio. Vivían encerrados. Salvo los días de visita, la única forma en la que veían la luz del sol era a través de una ventana que daba al patio. Ventilador, le decían ellos.
La noche del 28 de diciembre de 2023, unas horas después de que la solicitud de amistad de Facebook fuera enviada, cuatro de los ocho mataban el tiempo jugando al truco. Era de las pocas cosas que podían hacer ahí adentro. Fabián* estaba sentado de espaldas a la ventana. Esa que daba al patio que no pisaban. Allí, un grupo de presos del mismo módulo gestaba una venganza que los tomó por sorpresa.
Primero, les arrojaron una bombita con nafta adentro. Después, con una botella los rociaron con más nafta y pasaron por el “ventilador” una “lanza” con polifon en la punta, en llamas, con la que prendieron fuego los colchones atados en el techo.
—Nos desesperamos, nos pusimos todos en el baño tratando de aguantar, sinceramente pensé que me iba a morir —declaró Fabián.
El fuego devoró la celda en cuestión de instantes.
De esa forma, según la teoría fiscal, un preso de la celda 73 vengaba la solicitud de amistad que había recibido su novia en Facebook por parte de otro privado de libertad. El plan involucró a cuatro jóvenes de esa celda, que querían “cobrársela al canalla de la 49”, al decir de algunos testigos. Incluso, habría más personas que participaron del cruel ataque, pero esas no pudieron ser identificadas. Aunque el asunto era entre dos personas, en la cárcel, lo que le pasa a uno, le pasa también a todos con los comparte el minúsculo espacio en que vive.
Esa noche, en la celda tomada por el fuego murió Leonel Rodríguez. Minutos después, en la enfermería de la cárcel, Matías Rivero. Debido a las heridas, en los días siguientes fallecieron Gustavo Fernández, Carlos Barreto, Héctor Dutra y Carlos Olivera.
***
Por la falta de funcionarios para custodiar a los privados de libertad, habían bloqueado el acceso al patio. Para los presos del sector B del Módulo 4, la única forma de salir de su celda y vivir una experiencia similar a estar afuera era hacer un boquete y escaparse para deambular por los pasillos del módulo. Se movían “por la planchada”, explicarían en la investigación del caso. Los presos que andaban escapados afuera de la celda terminaron convertidos en testigos claves del ataque y serían sus declaraciones las que le permitirían a la Justicia llegar a cuatro imputaciones por homicidio.
Aquella noche, los presos deambulantes vieron cómo todo se llenaba de humo y escucharon golpes desesperados en la puerta de la celda. Vieron a los presos de la celda vecina, la 50, hacer un boquete a toda velocidad para sacar a sus compañeros.
Interrogados por la fiscal, cuando tuvieron que describir el episodio, la mayoría relató imágenes terroríficas. Dijeron que todavía hoy esas escenas les resultan “imborrables”.
—Vimos salir una banda de nenitos todos prendidos fuego (…) Estaban todos rojos. En carne viva —contó uno de ellos de forma anónima, igual que el resto de sus compañeros interrogados, para evitar represalias.
Los vieron salir calcinados. Estaban “sin pelo, con la cara como derretida, con los pedazos de piel colgando”, relató otro testigo a la jueza.
Unas horas antes, contaron los mismos testigos, la celda 49 había recibido una amenaza. Le habían advertido a Carlos Olivera —quien envió la solicitud de amistad— que si en la noche no “partía para afuera” le iban a “tocar fuego la celda”. Es decir, que si no salía a pelear lo prenderían fuego.
No se sabe si Olivera estaba dispuesto a pelear, pero en el caso en que hubiera querido salir no hubiera podido hacerlo porque su celda ya estaba trancada y tampoco tenía boquetes para escabullirse hacia el exterior.
La investigación fiscal apunta a que sobre las 21:20 horas, al menos cuatro integrantes de la celda 73 se escaparon por la ventana de su celda, caminaron por la zona exterior rodeando el edificio del módulo y se pararon en la ventana de la celda 49 donde estaba Fabián, sentado, de espaldas, jugando al truco.
Según surge del pedido de información de urgencia que hizo el Ministerio del Interior y a cuyo informe accedió El País, aquella noche había apenas dos policías designados para supervisar al módulo de la tragedia, en el que estaban alojados 809 reclusos.
Y pudo haber sido peor. Un testigo manifestó frente a la juez que llegaron a tirar nafta también a la celda 50 —vía de escape para los de la 49—, pero se arrepintieron de incendiarla cuando notaron que allí estaba alojado un conocido.
*En este caso se utilizó un nombre ficticio por razones de seguridad
Ninguno de los presos que murió había cometido un delito tan violento como del que fueron víctimas. Cinco de los seis estaban atravesados por una historia en común de adicciones y miserias, cada una con sus particularidades. Cuatro de ellos tenían hijos. Casi todos habían intentado repuntar, dejar la droga, conseguir trabajo, mantenerse cerca de sus familias, pero no lo habían logrado.
A un año de su muerte, El País reconstruyó sus historias.
Seis historias
Matías Rivero
Matías Rivero tenía 25 años cuando el fuego lo mató. Casi toda su vida había estado preso, entrando y saliendo por una serie de delitos menores —un hurto y dos rapiñas—, pero en el último tiempo había luchado para dejar atrás la calle, la droga y los malos vínculos que le traían problemas. Estuvo muy cerca de lograrlo.
Tenía el apoyo su novia, Romina Umpiérrez, su principal sostén desde hacía cinco años, y el de la familia de ella, que lo había llegado a querer como a un hijo. “Tuvo actitudes que a veces como madre uno las espera de un hijo y no las tenés. En muchas cosas era más atento conmigo que mis propios hijos”, recuerda su suegra, Leticia Villafán.
A Romina la conoció casualmente, durante una visita de la cárcel, y el flechazo le bastó para dejar de consumir y empezar a soñar en una vida juntos cuando él por fin estuviera afuera. Ella hacía todo lo posible por no saltearse una visita y él por darle todo lo que tenía a la mano: un anillo, una cadenita, cualquier artesanía que pudiera hacerle en la cárcel.
La última vez que obtuvo la libertad, el 4 de diciembre de 2021, Romina y su familia lo esperaron con un asado. Estaban festejando el primer día del resto de su nueva vida. Poco tiempo después, Matías venció la timidez, “se soltó y jodía con todo el mundo”. Veía a su hijo pequeño, y se ocupaba de los sobrinos de su novia como si fueran propios, jugando todos al Free Fire y ayudando a criarlos.
Leticia, la suegra, les dio un terreno para que armaran su casa y la familia lo ayudó a conseguir trabajo. Por fin la vida era buena para alguien que “siempre fue un pibito muy solo, muy solo, muy sufrido”, en palabras de su novia.
Había sido encarcelado por primera vez a los 16 años, por un hurto. Cuando salió, terminó en la calle, viviendo debajo del puente Pantanoso.
Apenas un año después, ni bien había cumplido los 18, rapiñó a tres grupos de personas en la Playa Ramírez: dos pares de amigos y una pareja. Los agresores eran tres y uno de ellos llevaba un cuchillo, que era con lo que amenazaban a las víctimas. Una de ellas llegó a sufrir un corte superficial en el cuello. Los otros dos hombres que acompañaron a Matías nunca fueron identificados.
Esta vez, la condena fue de cuatro años. En el medio conoció a Romina.
La segunda vez que salió en libertad, su nueva familia lo ayudó a conseguir trabajo en la construcción. Cuando ese trabajo se terminó, fue repartidor, pero lo despidieron cuando se dieron cuenta que no sabía leer ni escribir, de que disimulaba guiándose en la calle por los dibujos que memorizaba y que por celular únicamente mandaba audios, no texto.
Eso le daba vergüenza.
—Un día le escribí una cartita y veía que no me la contestaba. Él nunca nada, hasta que una vuelta se ve que no aguantó más y me tuvo que decir. Me dijo ‘ta, yo no te voy a mentir’. Y ahí me reconoció que no sabía ni leer ni escribir —recuerda Romina.
Después halló trabajo en una quinta y luego en el puerto de Montevideo, hasta que un accidente laboral lo tuvo colgado de una grúa por una pierna, en la madrugada, solo durante dos horas, hasta que logró arrojarle el celular encima a un compañero que levantó la vista y observó incrédulo la escena.
Nunca más pudo volver ahí. “Le había agarrado miedo”, explica Romina. Nunca más olvidó su cara de pánico cuando le relató lo que le había pasado. Entonces, empezaron a vender cosas en la feria.
En ocasiones, la mercadería la recolectaba él revisando los contenedores del barrio Pocitos. “La gente con plata a veces tira cosas lindas. No me da vergüenza decirlo, orgullosa estoy porque lo hacía para traerme un plato de comida”, dice.
Pero el panorama se complicó cada vez más. Ya casi no se vendía en la feria, volvió a tener contacto con personas de su entorno anterior, falleció un pariente cercano y otra vez se accidentó, en una moto. La casa, a pesar de todo, seguía levantándose hasta que una lluvia los arruinó por completo.
Los golpes se acumulaban. Volvió a consumir. “¿Viste cuando vos estás intentando que las cosas te salgan y te salgan y te salgan, y todo es más del doble de lo común de difícil?”, suelta Leticia.“Él venía derechito y en tres meses se me torció”, dice Romina entre lágrimas que se asomaban. “En tres meses volvió a consumir, empezó a hacer las cosas mal y terminó preso otra vez”.
En mayo de 2023, lo agarraron por haber robado un auto a la altura de la Embajada de Estados Unidos. Junto a otra persona que nunca fue hallada, amenazaron a una pareja que estaba con el auto estacionado para que se bajaran. Uno de ellos mostró un arma. Fue preso otra vez.
Aunque se había prometido que no volvería a la cárcel, Romina lo visitó religiosamente durante dos años.
—Nunca vi a nadie con la cara de felicidad que le vi a él por la ventana del patrullero cuando nos vio afuera de la Fiscalía —cuenta su suegra.
El último encuentro fue para Navidad. Romina le llevó de regalo unos championes Furiosa que él tanto le había pedido, los que cuatro días después terminarían hechos cenizas.
Leonel Rodríguez
Tenía 25 años cuando murió quemado, pero a Leonel Rodríguez todavía lo recuerdan por haber sido un niño alegre, “un cascabel”. Era un buen alumno, que festejaba con especial euforia sus cumpleaños y era capaz de dejar todo para que lo dejaran subirse a uno de los caballos que andaban por el asentamiento en el que vivía.
Le gustaba ayudar en la casa. Y tal vez por eso en la adolescencia estudió carpintería y albañilería. Pero a los 16 años empezó a consumir marihuana y cocaína. Según surge de los distintos expedientes judiciales, esa adicción marcó su destino tras las rejas.
Pasó por una rehabilitación, pero recayó. A los 20 años fue detenido por haber robado una bicicleta que encontró en la calle e intentó vender por $ 500 en la puerta de una boca de pasta base. Aunque le dieron libertad a prueba por ser un delito menor, no pudo cumplir con las condiciones y terminó preso. Durante los meses que duró la condena, terminó primer año de liceo.
Cuando salió, pasó a vivir en la calle y con casi 22 años volvió a caer preso: durante 15 días —en enero de 2021— entró a robar cuatro veces a la misma panadería. La última vez, llevó consigo un destornillador. Ante la negativa de la cajera de darle la recaudación, pasó al otro lado del mostrador, tomó la caja con el botín y se fue.
Cuando volvió a la cárcel le preguntaron por su historia familiar. Contó que de niño había sufrido episodios violentos y que su padre, con quien tenía buena relación, había estado preso y luego había sido asesinado.
Dos años después, moriría quemado en una celda.
Gustavo Fernández
Gustavo Fernández tenía 31 años. Dicen que a donde iba lo acompañaba un divertido desparpajo y que, aunque buscó salir adelante, siempre terminó dando pasos hacia atrás.
Él solía contar que parte de su familia tenía deudas de droga y otros “muertes en calle”, y temía convertirse en objeto de alguna represalia, por eso evitaba determinadas cárceles donde estarían presos los enemigos de sus familiares. Más aún cuando sus delitos no tenían que ver con eso.
Fernández era optimista y tras cometer varios hurtos, quiso rehacer una vida en pareja, con una mujer que hizo todo lo que pudo para rescatarlo. Pero él no logró salir del bucle delictivo que lo hizo entrar y salir de cárcel, en una sucesión de condenas cortas. Robaba carteras, generalmente mediante arrebatos cuando veía que la dueña estaba “distraída”, y algunos vehículos que encontraba estacionados y sin sus ocupantes.
Una de las primeras veces que quedó detenido, el juez le preguntó por qué había hecho lo que hizo. Él le contestó que le había regalado la cartera que había robado a una novia. Otra vez, que había gastado lo que consiguió en hacer un asado con su familia. Pero después, con el paso de los años, empezó a hacerlo para subsistir o para comprar una dosis de pasta base, que casi lo mata cuando le dispararon seis tiros por una deuda incobrable.
Sus últimas causas habían sido en Carmelo, una por haber amenazado al hombre que le robó una moto y la otra por robar celulares y materiales de una casa que estaba en construcción.
Alguien que lo conoció durante esa época contó que al comienzo del encierro hablaba de su familia, de su hija y cómo quería recuperarlas. Pero después ya no, la adicción lo fue tomando por completo. “Se le fue perdiendo lo humano, no porque fuera cruel porque no lo era, pero se volvió impersonal, tenía la apatía propia de los consumidores. Había perdido hasta el brillo en los ojos”, relató.
Nunca se recuperó del todo de la balacera, y aunque esto le valió el permiso para cumplir su última condena en prisión domiciliaria, lo detuvieron robando una moto y vuelta a la celda.
En julio de 2023, finalmente, una operación parecía haber mejorado su calidad de vida.
Trabajó como fajinero en la cárcel y cursó materias de segundo año de liceo, hasta que dos días después del incendio murió en una cama del Cenaque.
Carlos Barreto
Carlos Barreto murió a los 41. Antes de terminar la escuela ya había vivido en la calle y había descubierto qué efecto tenía en él la cocaína. Terminó de cursar primaria a los 15 años, un año después construyó su propia casa en el fondo de un terreno familiar y a los 17 fue padre por primera vez.
A los 18 recién cumplidos lo investigaron por un delito de encubrimiento que no llegó a mayores, pero después cometió una rapiña para robar una cartera y un monedero cerca de su casa en Paso Carrasco y ahí sí: marchó preso.
Aunque las víctimas lo señalaron como el culpable y la Justicia lo condenó, él nunca reconoció haber cometido este delito.
Conoció la peor cara de la cárcel. Lo cambiaban continuamente de celda y en cada lugar lo golpeaban y querían apuñalarlo. Llegó a tragar siete pedazos de vidrio roto en señal de protesta para que no lo cambiaran más.
Su familia lo visitaba y él insistía en que quería salir para poder ocuparse de su hijo. Distintos técnicos del INR lo evaluaron varias veces para ver si estaba apto para obtener salidas transitorias. “Ya no tiene arreglo lo que pasé en la cárcel, pero como yo voy a pedir de andar derecho si andando derecho me procesaron igual”, había declarado en 2004.
De acá en adelante, la historia se repite. Estuvo seis años en libertad y cayó otra vez por rapiñar a punta de cuchillo una panadería.
Dentro de la cárcel trabajó como fajinero, albañil y en mantenimiento.
La segunda vuelta a la cárcel fue tan dura como la primera. Su salud mental era delicada, recibió una puñalada y tuvo una fractura que terminó mal curada por las precarias condiciones en las que estaba; incluso llegó a prender fuego su celda porque —según decía— escupía sangre y nadie lo asistía.
En una de las entrevistas, una técnica apuntó que Barreto había adquirido “fuertes hábitos carcelarios”. Con ellos a cuestas, salió en libertad. Pasaron cuatro años y robó chatarra de un vehículo abandonado. Su defensora de ese momento, comunicó que sufría una fuerte adicción a las drogas, pero quería rehabilitarse. Poco tiempo después cayó por haber rapiñado a tres transeúntes, un minimercado y una pollería. En todos los casos fue igual: mostrando que llevaba entre su ropa algo que “parecía ser un arma” —según se expone en la condena— exigía el botín. Así se llevó dinero (no está estipulada la suma final), celulares y prendas de ropa.
Barreto salió vivo del incendio, pero dos días después falleció en el Cenaque.
Carlos Olivera
Carlos Olivera murió con 31 años. Tuvo una infancia con “particularidades” —en palabras de una psiquiatra que lo entrevistó— y el primer delito que lo llevó a la cárcel lo cometió por rabia.
“Nos dijeron que éramos unos rastris y esas cosas”, le contó al juez que lo indagaba por haber robado a dos estudiantes que caminaban por el barrio Peñarol. Junto con tres adolescentes, les sacaron una mochila y un par de championes, pero pagó él porque hacía 24 días que había cumplido 18 años. Una de ellas lo reconoció como el que le puso el destornillador en el cuello para sacarle las cosas.
Había cursado hasta primer año de liceo y tenía un hijo de tres años. Las primeras fiestas allí fueron particularmente duras para él y a eso se sumó que al tiempo fue herido en una pelea carcelaria porque le habían “faltado el respeto”, según declaró.
Salió de la cárcel con la esperanza de adaptarse a un trabajo en la construcción que lo esperaba afuera y recuperar a su familia. Pero la cárcel le había dejado huellas en la piel. Se tatuó casi todo el pecho y los brazos para cubrirse los cortes que tenía.
Afuera trabajó en el mercado e hizo changas, le contó a un juez unos años después, cuando desmejorado y afectado por la droga o el alcohol, volvió a caer preso.
Lo condenaron por haber rapiñado una moto y haber amedrentado a la víctima con un arma de juguete. Le costó entender qué delito había cometido. El juez, paciente, se lo explicó, y antes de retirarse Olivera le preguntó si antes de enviarlo a la cárcel podía darle algo de comer. Aunque fuera “una galletita”.
Un año después de haber entrado por última vez a la cárcel, nació su último hijo.
Después del incendio estuvo varios días luchando por su vida en el Cenaque, donde finalmente falleció el 9 de enero.
Héctor Dutra
Héctor Dutra murió a los 26 años. El día del atentado, él no tendría que haber estado ahí. Un error administrativo que se empezó a gestar ocho meses antes hizo que ese 28 de diciembre él fuera uno de los habitantes de la celda 49.
Héctor no se veía a sí mismo como un delincuente. Era un apasionado de las motos y los autos, por eso estudió mecánica en Talleres Don Bosco y “se pasaba todo el día trabajando”, según cuenta su esposa, Luana Díaz. De mañana arreglaba motos, luego trabajaba de delivery en una panadería y después en una sanitaria.
Su paso por la cárcel estuvo dado por haber sido hallado culpable en un proceso por violencia de género que le inició una exnovia y porque se le incautó un arma en su casa que —si bien nunca había sido usada— no estaba registrada.
Por la incautación del arma fue condenado en junio de 2022 y obtuvo una pena de libertad de nueve meses. Eso significaba que si él era imputado por otro delito en esos nueve meses, por la causa de las armas también debería cumplir el resto de la pena en la cárcel.
Cuando recién habían transcurrido dos de esos nueve meses, lo imputaron por delitos de violencia doméstica. En la condena afirmaron que él no respetaba el radio de exclusión que había impuesto preventivamente un juez de Violencia de Género luego de que su exnovia denunciara allí que sufría “violencia psicológica y física”. La sentencia judicial también sostiene que él había amenazado a la víctima y a su familia, y que incluso llegó a tirarle la moto encima en el tránsito.
Su esposa, Luana Díaz, con quien se casó luego de todo este episodio, lamentó que el abogado de él nunca le permitiera presentar prueba a su favor. “Le dijo que lamentablemente en estos casos tenés que decir que fuiste vos”, contó Díaz.
Por la causa de violencia doméstica fue a la cárcel, pero además debía pagar la condena por el arma irregular. Sin embargo, cuando le venció la pena de la causa por violencia de género, el 4 de abril de 2023, lo liberaron.
Cuando él llamó desesperado a contárselo a su esposa, ella pensó que era una broma. A él le encantaba hacer chistes y ella pensó que este era uno más, incluso llegó a decirle que no iba a faltar al trabajo por sus bromas y mandó a algunos parientes a buscarlo.
Según contó Luana, él le recordó al guardia que le quedaba otra pena por cumplir.
—No, no, aprovechá. Si te dan la libertad, aprovechala —le contestaron, aduciendo que no surgía nada del sistema.
Dutra era olimareño, pero había vivido en varios lados. De niño había pasado algunos años en Brasil y luego toda su adolescencia y adultez en Paso de las Duranas, donde estaban sus amigos. En ese momento, para estrenar este nuevo capítulo en su vida lejos del conflicto que lo había llevado a parar a la cárcel, había decidido casarse e ir a probar suerte a Alicante (España), donde tenía a algunos parientes.
Junto a Luana trabajaron, juntaron el dinero y prepararon todos los trámites para partir hacia allí el 25 de julio de 2023. Iba con un trabajo arreglado como sanitario y pasaba horas hablándole a su esposa de la “locura” que eran los autos allá.
Nunca llegó a subirse al avión. Fue detenido al pasar por Migraciones por orden de la jueza que lo había condenado por tener un arma ilegal. La orden se había emitido tres días antes.
Según reconstruyó El País con los documentos judiciales, Dutra fue liberado el 7 de abril de 2023 y no fue hasta el 6 de junio que la Fiscalía se presentó en el expediente y pidió que cumpliera el resto de la pena de cárcel que le faltaba. Lo usual es que una vez que la persona comete un nuevo delito, se notifica a Fiscalía y ellos piden que se sume el tiempo que falte por cumplir. De esa forma, se cumplen seguidas las dos condenas.
En este caso por algún motivo eso no ocurrió y Dutra estuvo tres meses libre, cuando debió haber estado preso.
Se lo reintegró a la cárcel quedándole una pena de 7 meses y 19 días por cumplir. Le otorgarían la libertad el 12 de marzo de 2024. Si no lo hubieran liberado por error y hubiera cumplido la condena toda junta, hubiera salido de la cárcel el 26 de noviembre de 2023. Un mes y dos días antes del incendio mortal.
Dutra fue el último en morir. Falleció el 12 de enero de 2024 en el Cenaque.
Cronología: los hechos que terminaron con seis fallecidos
Comienza el incendio.
21:2028/12/2023Efectivos de la Guardia Republicana ubicados al fondo de los módulos 10 y 11 notaron el humo. Tras esto, tres oficiales comenzaron a recorrer la zona, identificando que el origen era la celda 49. Trasladaron al salón de visitas a los reclusos de otras diez celdas que también se vieron afectadas por el humo.
Luego, un recluso de la celda incendiada le informó al jefe del servicio que habían quedado dos compañeros adentro. Seis policías ingresaron con máscaras y sacaron a Leonel Rodríguez y Matías Rivero. Un médica constató ambos fallecimientos.
Llegan cuatro vehículos de Bomberos para apagar el incendio.
22:0328/12/2023Ambulancias trasladan a los seis reclusos afectados por el fuego a diferentes centros asistenciales.
22:38 a las 23:4528/12/2023Llega al lugar el director del Instituto Nacional de Rehabilitación, Luis Mendoza.
22:4628/12/2023La fiscal del caso, Adriana Edelman, ordena tomar declaraciones a policías y realizar pericias científicas.
22:5028/12/2023Edelman ordenó que se le tome declaración a 17 presos del módulo, entre los que estaban los cuatro que luego resultaron imputados por el hecho.
06:3029/12/2023Se dispuso un rastrillaje por el fondo del módulo y se incautaron dos botellas con lo que, presumían, era combustible.
10:4529/12/2023La Policía constata daños en tres celdas: la 73, la 94 y la 97. Tenían diez, siete y ocho integrantes respectivamente. En la primera faltaba un barrote de la ventana y era en esa en la que se alojaban los cuatro presos que luego fueron imputados.
23:4029/12/2023Fallecieron Carlos Barreto y Gustavo Fernández en el Centro Nacional de Quemados (Cenaque).
30/12/2023Le dieron el alta a uno de los presos sobrevivientes. Este declaró: “Lo que atiné a hacer fue meter la cabeza adentro del water, por eso me quemé el cuerpo y no tanto la cabeza”.
02/01/2024Falleció Carlos Olivera por un “shock séptico refractario” en el Cenaque.
13:0509/01/2024Falleció Héctor Dutra producto de un “shock refractario” en la cama número 3, de la sala 6 del Cenaque.
22:3010/01/2024Fue dado de alta el segundo sobreviviente.
26/01/2024En febrero se cumplirá un año de la imputación a los cuatro presos que están señalados como responsables del séxtuple homicidio. La fiscal del caso, Adriana Edelman, pedirá una extensión del plazo para poder recabar las últimas evidencias y luego presentará la demanda acusatoria para llevar el caso a juicio. Probablemente pedirá la pena máxima, de 30 años, señaló ella misma a El País.
Después de la tragedia, el modulo mejoró. Se habilitó uno de los patios y se arregló el salón de visitas. Aún falta aumentar las posibilidades de educación, trabajo y atención en salud mental que “no aumentaron mucho”, reconoce el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit.
La fiscal del caso, por su parte, reflexiona: “No podemos pensar que es un problema de ‘otros’ como a veces escuchamos, muy por el contrario, es de todos, porque los presos van a salir y si no damos opciones esa violencia se reproducirá a todos los niveles”.
El dolor todavía atraviesa a las familias de las víctimas.
Tras varios intentos, algunas aceptaron ser entrevistadas. Unos meses atrás, durante una charla con Romina y Leticia, exnovia y exsuegra de Matías Rivero, en el comedor de su casa, la televisión encendida de un momento para el otro deja de ser un ruido ambiente. El informativo comienza con una noticia fatal: hubo un incendio en el Módulo 4 del exComcar que dejó seis muertos. Otra vez.
“Dicen: ‘Porque estaba preso…’. Nadie sabe la vida de uno. ¿Porque está preso deja de ser un ser humano?”, dijo Romina.
Semanas después, su amiga Luana, la esposa de Dutra, explica que le asombra que haya vuelto a pasar. Y por eso es ella misma la que lo trae a la conversación.
—¿Te remueve lo que te pasó?
—Nadie hace nada. Más que removerme, me molesta.